Un mar para un mundo que se prende fuego
De frente mar. O la jugosa valentía de los cetáceos, una oda al amor y una crítica filosa y profunda a lo que hemos construido como humanidad.
Crónica
noviembre 5, 2024 | Por Paula Ailén Belli
Hace unos meses, tuve el placer de espectar esta obra que me dejó completamente conmovida. Fue a principio de año. De frente mar acababa de estrenar en la sala Quinto Deva. Hace unos días, le pedí a Lautaro Ruiz, dramaturgo y actor, que me comparta el video de la obra grabada. Quería hacer un refresh, verla por arriba, ir saltando partes, a velocidad x1,5… pero me fue imposible. Apenas empezó, no pude soltarla y la volví a ver entera. Esta vez, pantalla de por medio. Y una vez más, me conmovió hasta las lágrimas.
De la dramaturgia
La escritura comenzó allá por el 2021. En medio del proceso, se quemaban las sierras y al autor se le ocurrió lo que, él mismo, confiesa como “un chiste malo”: una historia de amor entre una vieja y un menonita. Así nace la obra. Se gesta a partir de una tristeza profunda y una ocurrencia graciosa. Y es en ese encuentro que danza la escritura. Existe, en ese intersticio entre esos dos polos, sin ánimos de anular ninguno, sino muy por el contrario, mediante la alquimia de esa gama de colores.
Los diálogos, como los personajes, tienen, entonces, ese volumen extraño, complejo y peligroso de nunca estar en un solo lugar, como si tuviesen una especie de resorte interno que los hace saltar de un lugar al otro; atravesar, sin miedo, sin oportunismo, sin vergüenza, el amplio espectro de estar enamorado; y a la vez, por momentos, preferir la muerte, a que la felicidad se sienta incómoda, a lo parecido que es “el amor a un kilo de papas a punto de pudrirse”, y a la alegría de ser testigo, de ver a alguien convertirse en lo que siempre fue. Una escritura tragicómica que se abre paso de a poco y de la cual es imposible escapar.
El equipo de cetáceos
Lautaro asume impecablemente el rol de Ismael, un menonita dramático y completamente enamorado de Marizú, interpretada, maravillosamente, por Araceli Genovesi, una vieja sin filtros que se encuentra en un punto bisagra de su existencia. Están acompañados por la burra Rosita, interpretada, también, estupendamente, por Florencia Ramonda, que hace un trabajo fino entre la ternura, lo animal y lo cotidiano.
Lo extraordinario de este elenco es que las actuaciones se crean en conjunto: no hay uno sin el otro. Son absolutamente indispensables y necesarios para que existan, y eso no es más que un gesto desbordado de generosidad para nosotros y para ellos. No hay nada que una agradezca más que la posibilidad de ver actrices y actores trabajando en conjunto, actuando porque el otro está ahí, pidiendo ser mirado, y mirando, a la vez, con esa misma sed loca.
Las actuaciones son sutiles, con toques fantásticos, pero llenos de cotidianidad. Una sencillez majestuosa, que nos hace temblar, al igual que la puesta. Todo parece estar en un equilibrio completo. Una conjunción de elementos que no pueden prescindir del otro, para poder existir. Son guiados por la dirección de Franco Catanzaro que abraza esa simpleza y la réplica; por la asistencia de Florencia Baigorri que, sin dudas, acompaña el trabajo de darle volumen a esos cuerpos; por el diseño y realización de vestuario de la gran Ana Rojo, que viste a los personajes a la medida de lo que son; y envueltos por la atmósfera lumínica y sonora de ruido de mar, de ballenas, de ríos contaminados, de sangre pasión y crimen latente de Agustín Sánchez Labrador, en el diseño lumínico, Juan Manuel Fernández, en el diseño sonoro, y la utilería de Malva Portela. La apuesta es, sin dudas, a lo sencillo. Y ahí radica la belleza, sin más. La obra grita: “Somos esto”, y eso que son rebalsa talento y belleza.
Lo que nunca deja de sangrar
Pero, ¿qué es esa tristeza profunda? ¿Qué es lo que duele tanto? Afuera, se quema un cerro, una sierra; animales dejan su hogar; la flora deja de existir; los ríos contaminados ya casi no tienen agua. Se va perdiendo (en apariencia de a poco, aunque en tiempo de la historia de la tierra, apresuradamente) todo. ¿Qué sobrevive después de un incendio? ¿Qué queda? “No nos cuesta nada retroceder 200 años y hacer las cosas un poco mejor”, me confiesa Lautaro. Y ahí están el amor y la tristeza, invadidos de imposibilidad y nostalgia. Una espina clavada en el medio del corazón.
Pero entonces, ¿cómo se configuran los vínculos en un mundo atravesado por la sequía, el fuego y la desidia? ¿Cómo se configura el amor? Estos personajes escapan. Marizú e Ismael corren o, más bien, cabalgan sobre Rosita, narradora y testigo de ese amor, que desde sus notas al pie nos cuenta sobre la fauna, la flora y las costumbres cordobesas, como el priteado. Escapan, quieren llegar al mar y en medio crece el amor. Un amor que estará siempre en tensión. En el medio se desnudan frente al otro, se abren cual flor primaveral, cual herida en el estómago, y así, se cosen, se curan de la desolación y del abandono que, como humanidad, estamos haciendo sobre la tierra.
Los personajes tienen tanto miedo a amar que por momentos prefieren estar muertos, por momentos prefieren que el otro se muera, que el fuego se los lleve en una muerte gloriosa. Los personajes escapan y quieren ser ballenas, esas que evolucionaron años y años para salir del mar, y al minuto que tocaron la tierra se volvieron sin pensarlo. Cruzan ríos contaminados con cianobacterias, campos extensos de soja, pelean, pero se mantienen juntos.
La historia comienza ya empezada y el periplo es atravesar el país y llegar al mar, para encontrar allí algo que los personajes no saben qué es, pero que necesitan, que todos necesitamos.
De frente mar hace una crítica profunda a lo que hemos construido como humanidad, algo del tiempo que no podemos tocar, pero sabemos que está siendo ahora. Ahora, que las sierras se queman como en el 2021, cuando Lautaro comenzó a escribirla, como en el gran incendio del 2003, como el 2010, como hace tantos años. De frente mar atraviesa esos paisajes del país con angustia, con miedo, desolación, pero también con risa. Nombra todo lo que está dejando de existir, con la pregunta constante e implícita de “hacia dónde estamos yendo”, sin aleccionarnos, sin juzgarnos, con esa humildad que tiene todo en la obra.
La obra es un corazón abierto. Alguien escribió con dolor y risas, convocó a un equipo a hacer lo mismo y la magia sucedió.
Ficha técnica
En escena: Florencia Ramonda, Araceli Genovesio y Lautaro Ruiz.
Dirección: Franco Catanzaro.
Asistencia de Dirección y Entrenamiento Físico: Florencia Baigorrí.
Diseño Lumínico: Agustín Sánchez Labrador.
Diseño Sonoro: Juan Manuel Fernández.
Utilería: Malva Portela.
Redes de la obra
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